Paco Cepero, Manolo Marín y José Mercé dialogan con Antonio Pulido, presidente de la Fundación Cajasol, antes de la entrega de los II Premios Flamencos de la Institución. Los tres cuentan sus vivencias a lo largo de estas décadas dedicados al arte en todo el mundo.

Cae la tarde y nos adentramos en la noche. Los tres protagonistas del día ya se encuentran en la Fundación Cajasol para recibir los II Premios Flamenco de esta casa. No fue una entrevista al uso, mejor catalogarlo de una conversación íntima y reveladora con tres leyendas vivas del flamenco: Paco Cepero, Manolo Marín y José Mercé. Sentados sin prisas, como se escucha una bulería lenta o un fandango con respeto, me hablaron con la voz de la experiencia, de la duda, del orgullo, de la pena y, sobre todo, del amor por el flamenco.

Hablar del comienzo siempre tiene algo de confesional. Cada uno de ellos recordó sus inicios con la certeza de que el arte ya estaba dentro antes incluso de entenderlo. Paco Cepero me confesó con una sonrisa entre el orgullo y la ternura que sentía que tocaba la guitarra «desde muy chiquitito», tanto que casi lo afirmaba “desde el vientre de mi madre”. Sus cimientos se fraguaron en el Teatro Falla de Cádiz, donde se inició a los dieciséis años, pero su vocación venía de mucho antes. El jerezano tenía claro que su estilo se había forjado con admiración, pero también con rebeldía: nunca quiso parecerse a nadie. Admiraba a muchos de los grandes, pero sobre todo a figuras con “flamencura”, como Melchor de Marchena y Diego del Gastor. Aunque nos reconoció que no quería ser otro Paco de Lucía, quería ser él, ser Paco Cepero, y eso le costó toda una vida de empeño.

Por su parte, José Mercé, con esa calidez que siempre transmite, recordó que llegó a Madrid con solo 13 años, acogido por su tío Manuel Soto «El Sordera». Y su llegada tuvo como epicentro el tablao Torre Bermeja, en una época en que los tablaos de la capital estaban habitados por los más grandes. Aún habla de aquello como si lo estuviera viviendo: «Confirmar la alternativa era ir a Madrid», decía, y lo comentaba con la humildad de quien sabe que estuvo en el sitio justo, en el momento justo.

Mientras que la tercera figura de la reunión, Manolo Marín, contó cómo su infancia fue dura, y donde el baile no era una elección, sino una consecuencia natural. El flamenco no lo eligió: lo habitó. “Todo en mi vida ha sido baile. Todo: el amor, la familia… todo estaba ahí, pero sobre todo el flamenco”, recordaba con una certeza que no admitía réplica.

Hablar de evolución en el flamenco con artistas como ellos es adentrarse en un campo de matices. Todos han vivido épocas de cambio, y todos han tenido que posicionarse. El bailaor sevillano, que siempre se ha movido entre la tradición y la innovación, fue especialmente crítico con la espectacularización vacía del baile actual. “Ahora todo es carrera”, decía. Observaba cómo las bailaoras imitaban cada vez más al hombre, cómo la técnica había suplantado al alma, cómo se había pasado de bailar con la bata de cola a «bailar para la bata de cola». “Eso es cínico”, dijo con ironía y respeto. Para él, imitar es fácil; transmitir bailando, no.

Paco Cepero, en su campo, también advirtió sobre los peligros de la homogeneización. Recordó una conversación con Paco de Lucía en la que le dijo, sin rodeos: “Estás desvirtuando a todos los guitarristas de España”. No era una crítica, sino una constatación de cómo el virtuosismo puede eclipsar la identidad. Su objetivo era otro: luchar por no parecerse a nadie. Y en eso, creía haberlo conseguido.

Por último, José Mercé abordó el tema desde el cante. “La pureza la tiene uno”, me argumentó. Y es que para el jerezano el cante grande o chico no está en los estilos, sino en el intérprete. Una seguiriya de Chocolate podía ser tan honda como un fandango de Paco Toronjo. El flamenco, para él, no es un género que se limita: es un lenguaje que se expande en quien sabe hablarlo.

Cuando la conversación viró hacia el equilibrio entre técnica y emoción, los galardonados se animaron. La frase más repetida, de distintas maneras, fue una: “sentir es más importante que ejecutar”. Manolo Marín lo expresó con sinceridad máxima: «No levanto los brazos porque me han dicho que los levante. Hay que escuchar lo que te están cantando». Defendía que el bailaor tiene que tener menos técnica, y todo ello bajo la idea de menos coreografías perfectas y más autenticidad.

Del mismo modo, Paco Cepero compartía esa filosofía: «Si tú sientes lo que estás haciendo, transmites», recalcó en la conversación. La frialdad, en el flamenco, también se contagia. La técnica, por sí sola, no basta si no hay verdad. José Mercé añadió una capa más a la conversación: el respeto por el público comienza respetando la propia emoción. “Cuando canto, canto para mí”, afirmaba. Reconocía el vértigo de los minutos previos a salir al escenario, pero, según el cantaor, una vez “asentado”, solo queda disfrutar.

Trayectoria: lo que el flamenco les dio

Proseguía el diálogo con la trayectoria de estos tres titanes del flamenco. Pocas cosas emocionan más que verlos hablar con humildad de lo que el flamenco les ha dado. Para Cepero, no había distinción entre su vida y su guitarra. “La guitarra es mi vida… y Chari, que lleva los mismos años aguantándome”, decía entre risas. En su voz había gratitud, no resignación.

Marín no dudaba: si volviera a nacer, sería bailaor otra vez. “El baile me lo ha dado todo”, incluso su voz se quebró al decirlo. Mientras que Mercé lo resumía con orgullo: “He dado todo. He hecho todo lo que he podido. Y cuando me hicieron hijo predilecto de Andalucía, supe que no podía pedir más”. Les pregunté, quizá con cierta trampa, qué creían haber dejado ellos al flamenco. Ninguno se dejó llevar por la vanidad. Paco fue claro: “No sé si he dado algo, pero he intentado dejar mi granito de arena. Y si cuando me vaya queda algo de las telas de Paco Cepero, con eso me basta”, me explicó. Por su parte, el bailaor sevillano piensa que su legado ha sido importante. “Yo le di fuerza al baile en Sevilla. Nos habíamos quedado dormidos. Rompí moldes”, citó.

En el caso de Mercé, fiel a su forma de ser, prefirió no hacer balance, pero reconoció su papel como puente entre generaciones: “Metí a mucha gente joven en el canasto del flamenco. Gente que nunca había escuchado una bulería”, nos narró.

Uno de los momentos más reivindicativos de la charla llegó cuando José alzó la voz sobre la poca visibilidad del flamenco. “En otros países, su música autóctona suena una hora diaria en radio. Aquí el flamenco se pone a las tres de la mañana”, se quejó. Le parecía inaceptable que en la televisión pública no hubiera un programa de flamenco estable. “Es nuestra música, es nuestra marca España”.

Cuando les pregunté si sentían que les quedaba algo por hacer en el flamenco, ninguno dudó. José Mercé fue hasta irónico ya que él piensa que está empezando. A pesar de su trayectoria, decía tener más ilusión que nunca. En ese momento estaba de gira con un homenaje a Manuel Alejandro, y ya preparaba otros proyectos para los años venideros.

Paco Cepero, por su parte, habló del aprendizaje como un camino sin fin: “Bendita lección del tiempo. Voy a morirme aprendiendo.” Una frase que había pronunciado en un homenaje, y que ahora me repetía con la misma emoción.

Antes de despedirnos, les pregunté qué significaba para ellos este premio. Las respuestas fueron distintas en forma, pero unánimes en fondo. Paco dijo que todos los reconocimientos deben darse en vida. “Para que el artista los disfrute”. Manolo, con su tono desenfadado, confesó: “Me sorprendió mucho. Ya no lucho por reconocimiento. Pero me siento muy agradecido”. José Mercé, siempre directo, me miró con firmeza: “Lo que me tengan que dar, que me lo den en vida. No quiero estatuas cuando ya no esté”.

Aquella conversación no fue una entrevista. Fue un acto de gratitud. Escucharlos hablar fue como abrir una ventana al alma del flamenco: imperfecta, sincera, apasionada. Me fui de allí convencido de algo: el flamenco no es un género, es una forma de estar en el mundo. Y mientras haya personas como Paco Cepero, Manolo Marín y José Mercé, seguirá siendo eterno.

Revista Fundación. Nuestra razón de ser. Nº 22