El patio de la Fundación Cajasol en Sevilla acoge desde el 25 de mayo hasta el 5 de junio la exposición ‘Lecturas en Flor. Arte Contemporáneo y arreglo florar en diálogo’, comisariada por Ignacio Collado, con obras de José Miguel Pereníguez, Mar García Ranedo, María José Gallardo y MP & MP Rosado. El proyecto Lecturas en flor, disponible para visitarse de lunes a sábado, de 11 a 21 horas, y domingo y festivos, de 11 a 18 horas, invita a artistas contemporáneos a investigar en manifestaciones culturales y populares con fuerte carácter identitario, como pueden ser la Semana Santa de Sevilla, las rejas, balcones y patios de Andalucía, o los altares religiosos o domésticos donde las flores ocupan un papel destacado o protagonista y son configuradas como sistemas de autorepresentación.

En el paso de Semana Santa, la flor representa lo vivo, el paisaje de aquello que anima el movimiento y que con el bordado, el encaje, la talla, la cera… componen eso que nace en el acuerdo de lo colectivo, en el todos a una que convoca lo mismo que el arte desea, la creatividad como llave, el concepto como semilla, como contenedor de algo que es incontenible y que como capullo reventará en flor, concepción.

Los artistas han tenido que enfrentarse a un elemento tan frágil y efímero como la flor viva y encontrarse con oficios y artesanías ligados a la cultura de flor, como cultura viva, pero también excesivamente codificada y necesitada de abrirse a lenguajes y visiones más contemporáneas, capaces de actualizarla en sus formas, pero sobre todo de producir sentido, ligando aquello que en el pasado la ha conformado en argumento identitario con la capacidad del arte contemporáneo para cuestionar los límites, ampliar canales y proponer nuevas fronteras.

Es imprescindible también mirar afuera y encontrar referencias tan interesantes como las escuelas de Ikebana o arreglo floral japonés, que a partir de una tradición han depurado un sistema de transmisión y aprendizaje que ha prendido globalmente, y que ha sido capaz de actualizarse con la creación de escuelas como la Sogetsu, nacida en la segunda mitad del siglo XX, que incorpora materiales, modelos instalativos y lenguajes contemporáneos, pero sobre todo que da tanta importancia al resultado como a la acción, convirtiéndose en una auténtica herramienta para entrenar la mirada y en ese mirar reflexionar, verse y por tanto contarse.

Esta primera cita convoca a 4 artistas con mundos e itinerarios diferentes pero que por origen o destino han vivido durante años en Sevilla, y necesariamente en contacto con las diferentes manifestaciones de cultura de flor que ahora exploran. De algún modo los cuatro han exigido a su obra, en mayor o menor medida, la necesidad de exhibirse de forma instalativa.

En el trabajo con flor viva, encontramos referencias en artistas plásticos internacionales tan interesantes como Willem de Rooij, Isa Genzken, Maria Loboda o el artista floral Azuma Makoto, que quizás permitan pensar en la flor como una especie de género del arte, o más bien un argumento, un interfaz de relación con la naturaleza que impone sus condiciones de elemento vivo y efímero.

El patio de la Fundación Cajasol en la Plaza de San Francisco es el espacio de confluencia de estas cuatro propuestas en forma de instalaciones, que reunidas, necesariamente proponen otras lecturas cruzadas y un paisaje de estratos o capas. Un patio que se abre para ser paseado como un jardín interior pero con vocación pública, pues no hay arte contemporáneo que no haga sitio al otro, que no sea intervenido por el mirar de su público que actúa como la raíz única de un bosque de bambú.

José Miguel Pereñíguez

Descompone en capas planas, como un escáner de cuerpo, para visibilizar la profundidad, o construye cuerpos con secciones planas para armar de forma codificada aquello que puede ser visible habiendo adquirido otra u otras dimensiones.

Pereñiguez es un artista del código, aunque no se mueva en el mundo digital. Contemporáneo de Jobs, Zuckerberg o Assange, pero que como artista, trabaja sobre el sentido, sobre los límites del lenguaje, sobre la inquietante organicidad de los símbolos, sobre la posibilidad de ampliar los canales por los que fluyen los arquetipos proponiendo al hombre nuevos umbrales para la conciencia.

Pereñiguez lleva años trabajando con la madera, proponiendo forma y fórmulas para un material tan noble, vivo pero sometible. Enfrentarse a un material tan frágil, pura organicidad, como es la flor, supone iniciar una conversación con un interlocutor vivo, charlatán, de difícil sometimiento, pero también sugerente, propositivo. José Miguel se comporta aquí también como jardinero, como aquel que intenta poner algo de orden en la naturaleza, para que lo humano pueda convivir en armonía con ella. Y cuando hablamos de lo humano hablamos del lenguaje. Jardinero cuya técnica es la escritura, la palabra, la voz que corporeiza el código, música, aureola del hombre encarnado, santo.

Mar García Ranedo

La capacidad expresiva y a la vez reflexiva de sus instalaciones la define, esa doble dirección que abre e interioriza, que sube y desciende en busca de un lugar adecuado en lo terreno. Margarita, Azucena, Rosa; Mar es mar y por eso anhela la forma y la busca aún aludiendo a aquello que la deshace o que le es anterior, como un rastro o como la tinta antes de la escritura.

Mar recurre aquí a una voz anterior y convierte esa voz literalmente en soporte, estante. Y sobre ese sostén interpreta como arreglo aquello que contiene, convirtiendo la flor en lector, en sujeto, casi en voz si transponemos oído por olfato. Los arreglos florales de Mar la nombran aludiendo al rastro de esa voz anterior. Y también como cualquier arreglo, dibuja el gesto del que lo elabora, algo parecido a un andar. Flores que beben palabras cortadas, extraídas de un relato adoptado para ascender configurando altar doméstico, pues ese corte libera a las palabras de su peso, señalando su florecimiento y su mortalidad.

María José Gallardo

Velocidad, rapidez, capacidad de procesamiento, síntomas de una generación que ve cómo todo se mueve a su alrededor con infinita lentitud. Esa es su percepción. María José es una adelantada de la generación a la que representa. Esa velocidad le permite ir y volver en “tiempo real” a otros momentos históricos, otras épocas: a la de la segunda guerra mundial, la edad media, el gótico, pero también la de su abuela y antepasados. Toda su obra reciente podría describirse como un inmenso árbol genealógico por el que la savia fluye a gran velocidad yendo y trayendo información, emociones, luces, colores, sentido. Trabajar entonces sobre las flores de ese árbol parecía algo natural.

Las flores marchitas de María José, como sus calaveras y otros iconos ténebres, poco tienen que ver con la muerte, aunque sí con lo mortal, evocador de lo que vive o ha vivido. Con ese movimiento entre el antes y el ahora, elabora un canal, una vía, un acceso de ida y vuelta, una máquina del tiempo. Pintura entonces como savia, vehículo. Pintura celular necesariamente influida por el sevillano Valdés Leal.

MP & MP Rosado

La unidad aquí nace del 2, obligados ambos a un feliz sometimiento al espejo que libera a la obra de la polaridad haciéndola visible. No en vano el barro y la cerámica toman a menudo cierto protagonismo en su trabajo proponiendo piezas-cuerpos fragmentados o deformados que encuentran singular vínculo.

Los hermanos Rosado someten a sus materias primas a todo tipo de preguntas, le preguntan al cuenco o jarrón, al barro y a la raíz, si también son flor, a la tierra si también es cielo, a la espuma si es mar. Pero como no puede ser de otro modo las preguntas son siempre especulares, preguntan por la pregunta, por lo que las reúne y las invierte y con este barro hacen su cerámica y de ese negativo nace su fotografía.

Cualquier espacio es apropiado por las piezas de los MP integrándolo, haciéndolo parte, organizándolo, proponiendo la posibilidad como uno de los argumentos centrales de su trabajo, dando lugar y siendo sitio. Aquí entran por la flor para encontrarse con la raíz y con ello la tierra, un gesto que tiene algo de oriental, pues no es tanto encontrarse con la flor como un ser vivo sino como algo que la vida contiene, como contiene también la tierra y el barro.